¿Qué es lo que pasa aquí?
Por Sanserení
Hasta hace un par de meses era usual cantar a pulmón henchido que nada nos quitaba lo bailao y que la rumba no paraba ni aunque llegara la policía. La movida salsera que ofrece Cali es variopinta y ocupa todos los días de la semana como si se tratase de cualquier otra actividad cotidiana o de orden laboral. Lunes de Brisas, martes de tres salsas por un bolero, miércoles de jam session y big band, jueves alcoba, viernes de jala p’aquí, sábado de tú va’ver, domingo de viejoteca y tú verá. No hay sector de la ciudad que ignore este fervor que se transpira en sus callecitas y que le ha otorgado el rótulo de Capital Mundial de la Salsa.
Lejos de ser un simple capricho para el ocio, este género musical se ha convertido en un factor simbólico determinante en la región. No hay duda de que a su alrededor hay una fuente inagotable de prácticas que ayudan a tejer memoria colectiva. Por su parte, las salsotecas se han convertido en escenarios en los que convergen distintas manifestaciones culturales y artísticas: el baile como puesta en escena y como extensión pedagógica; el sonido instrumental como un semillero y plataforma para músicos y cantantes; el coleccionismo como un intercambio de saberes de la tradición discográfica; el entretenimiento como parte del carácter festivo de su gente y finalmente el emprendimiento como una manera de encontrar en la rumba un negocio sostenible y de gran impacto para el crecimiento de la economía regional.
Este último aspecto es vital para cobijar todas las iniciativas que le preceden y es ahí donde hoy el asunto se complica. Absolutamente nadie estaba preparado para enfrentar una emergencia de salud pública tan escandalosa como la del Covid-19. El cierre de las salsotecas es letal desde donde se le mire. Durante las primeras semanas la comprensión de sus propietarios fue atendida con todas las indicaciones de prevención que, rápidamente, empezaron a convertirse en decretos de cumplimiento obligatorio. Con actitud positiva se intentó mantener la conexión con el público a través de programaciones digitales que permitían interactuar desde sus redes sociales con contenidos esperanzadores. Sin embargo, la situación se agravó y dicha actitud empezó a languidecer. El implacable paso de los días ha causado cierres definitivos de bailaderos icónicos pese a los anuncios gubernamentales de ayudas para contrarrestar lo inevitable. La realidad ha sido otra.
Basta con darse un borondo por las redes sociales para escuchar el clamor. Todas ellas aseguran estar al borde de su quiebra financiera a corto plazo y vociferar un SOS inmediato. Se detiene la gozadera, pero deben seguir pagando arriendo, servicios públicos y nóminas de todos los trabajadores que creyeron en estos proyectos. Las ayudas, insisten, no se han visto. El panorama es desolador y lo que hace poco parecía ser el orgullo de entidades públicas hoy apenas si se voltea a mirar.
Con el paso de los días, una suerte de melancolía generalizada y un deseo ferviente de volver al ruedo, hizo que muchos empezaran a postear en sus redes los recuerdos fotográficos de las noches en que la rumba se apoderaba de los cuerpos sudorosos embebidos por el goce afroantillano. Verlas daba cierta nostalgia pero a la vez ayudaba a mantener una esperanza rumbera que no tardaría en menguar. A esta tendencia le siguió la lastimera y fatídica realidad de los bares y salsotecas cerrando sus puertas y en varias de ellas, guardando los motetes para decir adiós.
El fotógrafo Juan Arias es una de las personas que logró capturar las fachadas de estos templos salseros que hoy hacen parte de una penosa incertidumbre. Las imágenes que en esta entrada compartimos son el reflejo de ese silencio que no se puede degustar; en ellas los letreros de los establecimientos piden a grito herido una posibilidad que les permita mantenerse ahí, echando pa’ lante hasta que la cosa latina vuelva a ser la fiesta que engalana a la ciudad.
Fotos: @juan_punto
A puertas cerradas, cuando no se escucha el eco del tambor ni el rumor de un pregonar, vemos cómo la salsa se va quedando sin espacios habitables. Duele ver que no se la voltea a mirar, entonces uno se pregunta: ¿qué pasó que ahora nadie quiere sacarla a bailar?