Del muro p’allá
Aunque no todos los tres millones de caleños tienen el mismo interés en presenciar el Salsódromo, teóricamente todos deberían tener la oportunidad real de estar allí.
Es innegable el malestar que han sentido muchísimas personas respecto al muro tendido sobre el recorrido de las graderías del Salsódromo. Su detonante y elocuente presencia ha sido percibida de forma espontánea por la gente como una bofetada desde la ideología del apartheid, de las fronteras contra una comunidad que no tiene recursos para entrar y que se considera amenazante para la seguridad de un grupo de personas pudientes, privilegiadas y consideradas de bien.
La indignación ha brotado desde las entrañas de una sensibilidad lastimada por un evento que convoca la atención de todos los caleños y que abre precisamente su fiesta de feria. Se siente ese muro como un símbolo humillante de la exclusión social, como la negación —para quienes no pudieron pagar— al derecho de integrarse a este magno evento, siquiera desde las sensaciones imaginativas de participar indirectamente en él a través del bullicio y jolgorio de la fiesta que se vive en las graderías o de la fugaz visión y audición de lo que ocurre dentro del desfile.
El sentimiento de disgusto que el muro ha generado en la gente ha sido real y por eso merece ser considerado. No es un disgusto artificioso como lo quieren presentar algunos o acaso minimizar: es muy diciente de un trato y comportamiento social. No es precisamente el resultado de la polémica abierta entre las autoridades municipales y los defensores del muro, con algunos políticos que buscan seguramente aprovecharse de esa indignación.
El vergonzoso error cometido con la elocuente frontera discriminatoria merece un acto de desagravio y disculpas públicas del Alcalde y sus autoridades al pueblo de Cali. Su presencia, por su altura, ubicación y propósitos, es una afrenta desafiante de la que no se entiende por qué ha sido hecha cuando se trata precisamente de enviar un mensaje de integración y fiesta colectiva en el acto inaugural de la feria. Por demás, este vistoso y colorido desfile que abre la fiesta anual de los caleños tiene como protagonistas directos a los bailarines de salsa con su patrimonio cultural procedente de las entrañas de los barrios populares, donde su expresión artística es considerada representativa de nuestra identidad como comunidad cultural.
Desafortunadas semejanzas
Desde la caída del muro de Berlín, que separaba dos pueblos unidos, todos los muros tendidos para apartar comunidades son símbolos y pasaron a ser muros de la infamia. Así se perciben hoy los muros que rodean la Franja de Gaza y la ciudad de Belén en Israel, al igual que el anunciado muro que proyecta construir Donald Trump en la frontera de México para garantizar la seguridad de Estados Unidos ante la amenaza terrorista y del narcotráfico del país limítrofe de Hispanoamérica. En esto han debido pensar los proponentes de semejante muro simbólico de la exclusión y el apartheid. He conocido que se pretende corregir tan estruendoso error y lo celebro.
Desde la misión personal de valorar la cultura salsera de Cali —y la cultura popular en general— he defendido y contribuido al Salsódromo, un patrimonio del pueblo que estuvo palpitando en el imaginario de varias generaciones de bailarines en una historia que ha creado su tradición, hasta que hace diez años un alcalde decidió volverlo realidad proyectado este anhelo popular como un majestuoso espectáculo de atracción turística. Conocemos el esfuerzo que este fastuoso evento demanda, sus dificultades para mantenerlo en su grandiosidad y debemos reconocer que la actual administración de Corfecali ha cumplido con esta complicada tarea a satisfacción.
Así que mi pronunciamiento e indignación ante craso error no es contra el Salsódromo —como podrían señalar algunos que no admiten el error cometido por creer que quienes se unen a la indignación están contra del evento— sino que es un llamado franco al respeto que merece la gente que no puede participar de su disfrute pagando para asistir o siendo beneficiada por las entidades públicas con entradas gratuitas, recursos que ellos saben cómo distribuir y que no configuran ninguna forma de inclusión social.
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Notables diferencias
Es apenas comprensible que el Salsódromo tampoco puede ser un acto público gratuito para los tres millones de caleños, puesto que sería imposible su realización. Es una utopía, un acto demagógico. Pero sí debe ser incluyente y darle a todo el pueblo de Cali, de todos los estratos, la oportunidad real de estar presente en él. Todo el pueblo caleño debe tener acceso a la oportunidad de asistir mediante tarifas diferenciadas y a su alcance; desde las más bajas para quienes no disponen de mucho dinero, hasta las altas tarifas orientadas a turistas y personas adineradas. Ciertamente se está en una sociedad de clases y la diferenciación social existe. Se debe reconocer que este punto de construir una plataforma incluyente dentro del Salsódromo no ha sido resuelto aún, a pesar de que existan tarimas gratuitas que favorezcan a ciertos elegidos.
Se argumenta que el muro está por el bien y la seguridad de quienes accedan al disfrute del Salsódromo (para evitar colados que hagan colapsar las tarimas), pero ¿dónde están entonces las autoridades municipales para controlar? Ante su incapacidad para establecer controles adecuados se levantan entonces los muros. Siempre se ha visto sobrecupo en las graderías, pero la boletería no tiene numeración. Una ideología de derecha ronda por ese muro de la infamia, que debe ser roto como símbolo de la exclusión. Y esto en ningún momento, como lo pregonan algunos defensores del muro, es un hecho menor o una tontería insignificante. Simbólicamente es muy revelador de las ideologías que rondan por ahí.