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Echar un pie

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Por Sanserení

Echar un pie

Uno podría detenerse horas enteras a contemplar ese instante. Tratar de suponer lo que estarían bailando. Un twist de Los Johnny Jets. Un mambo de Tito Puente. Una pachanga de Tito Rodríguez. Imaginar también que se trata de un certamen y asumir el rol dentro de la escena: pensar por ejemplo que uno es otro de los participantes a la espera de su turno para demostrar quién da más en el momento de tragarse la pista con la punta’el pie. De lo contrario, ser tan solo uno de los espectadores que están sentados al fondo, desprolijos, contemplando con asombro el milagro del cuerpo y su tumbao. En ambos casos, el desenfreno de la música latina les reparte pan al que tiene dientes y al que no, en iguales proporciones. Aquí no se escatima ni se excluye. Nadie se queda sin gozar.

En efecto, la fotografía corresponde a los años sesenta y recuerda la atmósfera de balnearios —que todavía llenan pistas domingos y lunes con su música viejotequera— y los bailes de caseta de la época; casetas que, en el caso de Colombia, se montaban artesanalmente para efectos de las ferias tradicionales. Estas congregaban artistas, bailadores y apasionados de los ritmos en boga. La salsa y su amplia gama de sonoridades emergentes encontraba en ella el escenario propicio para guarachar de sol a sol.

La rumba de caseta, el balneario, el agüelulo y la verbena, entre otros espacios populares serían la clave para afianzar la identidad festiva y guabalosa de lo que hoy conocemos como vieja guardia. La esencia de esta última todavía vibra y pervive en el ambiente de los bares y salsotecas. A fin de cuentas este aspecto pareciera darles un carácter mucho más atractivo, más auténtico. Sin embargo, en este preciso instante y durante los próximos meses, lo paradójico de esta imagen a la que nos referimos —el hombre que avanza desplegando un pie y la mujer que calcula su próximo embate— es la imposibilidad de su representación, de su puesta en escena. Hasta hace unas cuantas semanas nadie sospechaba que el baile —su contacto físico y jolgorio multitudinario— entraría en una especie de receso indefinido; un detenimiento pasmoso e inusitado como el del lente que inmortalizó la escena.

Vuelvo los ojos a la foto con nostalgia y repito el fraseo de Ismael Miranda: Me curo con rumba/ bailando me arrebato el corazón. Curarse con rumba, sí, pero esta vez desde casa. Al menos mientras mengua esta pandemia doble fea. ¡Qué más da!

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