Salsa: culpa o asombro

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La salsa es tan mágica y apabullante que cautiva y apasiona sin conocer absolutamente nada de ella.

No sé nada. No soy apasionada por el estudio como mucha gente académica, como mucha gente brillante que conozco. Para rematar, lo único que me gusta en la vida es la salsa, una casi bobadita en la que, según «la sociedad», tengo que ser la más experta para poder ser «digna» de esta pasión.

Desde pequeña escucho salsa, soy el producto del amor de un par de muchachos del barrio Salomia en Cali: mamá, una mujer hermosa, de pantalón bota campana y blusita ombliguera, de esas agüeluleras que bailan como cometas en los cortometrajes de Mayolo y Ospina. Y papá, un hippie-guabaloso que vivió la época de los sesenta y setenta con todas las de la ley. En el barrio le decían el Pepsicolo. Su gusto musical va desde Glenn Miller y The Mamas & The Papa hasta Tito Rodríguez y Los Palmieri. Los dos, en su incipiente juventud, tuvieron la dicha de vivir el nacimiento de la salsa. Conocieron juntos El Séptimo Cielo, Costeñita, Honka Monka y El Pedregal.

No tuve opción, soy una salsera de raza.

Mi crianza se llevó a cabo en un escenario salsero, en un barrio del oriente de Cali que a punta de salsa a todo timbal me entregó herramientas para definir mi forma de hablar, de caminar, de bailar, y de construir la vida. Las Ceibas, un vecindario donde compite el volumen del equipo de sonido con los aviones que aterrizan en la Base Aérea.

Contar con la sabiduría de mis padres ha sido una fortuna. Y aunque orgullosamente me parezco mucho a mamá en lo bailadoras y aguardienteras, siempre he querido ser como papá, que sabe todos los nombres de los cantantes y de las orquestas, que las reconoce desde que escucha la primera nota de un piano y que hace el pasito cañandonga por convicción y no por descreste.

Asegurar que soy una seguidora fiel de la salsa por el hecho de tener mamá bailadora, papá melómano y pertenecer a un barrio guatequero, no tiene sentido. Mi amor hacia la salsa no fue una obligación, fue una decisión. Más o menos a los seis años, escuché por primera vez Manuel García, una canción de la orquesta de Bobby Valentín que cuenta una historia muy particular de un guerrillero que muere en combate a manos de la policía. Cuando escuché la flauta del intro de esa canción quedé cautivada, las trompetas que abren paso a la voz me dejaron flotando errática. Me gustó por completo y de inmediato. Mi hermano mayor, que fue quien la puso a sonar por medio de un cassette en el equipo de la casa, me contó que el cantante se llamaba Cano Estremera, que era el mismo de La boda de ella, que tenía las pestañas rubias y que a veces iba a cortarse el pelo a la peluquería de los niches de la esquina.

Me dio muchísima emoción enterarme de eso, me sentía muy privilegiada con esa información. Entonces quise saber y conocer más, me enteré de que Bobby Valentín era un señor que tocaba el bajo, y que sí era verdad que el Cano Estremera se cortaba el pelo en la esquina de mi casa. Lo vi, noté que sí tenía las pestañas monas y supe que era porque tenía una condición genética que le causaba la ausencia de pigmentación en ojos, piel y pelo. O sea que también descubrí una nueva palabra: albinismo. ¡Qué maravilla! Quise saber más y más. Papá me contaba de músicos, de artistas, de orquestas, de escenarios de canciones, me regaló discos de Héctor Lavoe, Rubén Blades, Willie Colón, El Gran Combo, La Sonora Ponceña, y hasta jugábamos a adivinar los cantantes de las canciones.

La salsa hace parte de mí, y aunque la escucho todo el día por decisión y no por imposición de mi entorno social, no soy una especialista per se. Con las bases y herencia que tengo, no soy una experta de la salsa. Confieso que hace poco me enteré de quién fue Tite Curet Alonso, y cuando ocurrió me sentí muy mal. ¡Juepucha! Qué sentimiento de culpa tan fuerte, no podía creer que yo, una salsera nata, no supiera ese dato tan básico. ¿Cómo ser una experta salsera si a mis 25 años ni siquiera sabía cuál era el compositor más importante del género? ¡¿Cómo no saber que Catalino escribió Anacaona?! ¡infame! Es algo elemental para alguien que le apasione todo este tema.

Pues no es así, y aunque no dormí varias noches después de enterarme de la existencia de Tite, hoy, tres años después, no comparto aquella culpa. Porque tristemente es aceptar que se pierde la capacidad de asombro al descubrir algo nuevo en el afán de querer saberlas todas y demostrar a los demás que esa pasión se basa en el conocimiento. Asumir esa conducta es mezquina, nos deja ciegos, sin poder apreciar lo que nos ofrece generosamente la salsa: una cultura, un comportamiento, la manera de sentir felicidad, amor, tristeza, melancolía, ya sea por medio de sus letras, de la manera en que tocan las orquestas o bailando. La salsa es tan mágica y apabullante que, cautiva y apasiona sin conocer absolutamente nada de su historia porque poco a poco aquellos «datos elementales» van llegando.

Nunca voy a tener el apelativo de «melómana», tampoco de «coleccionista» y mucho menos de «bailarina». Si tuviera que encasillarme dentro de un grupo salsero, haría parte de los «espectadores»: oyendo una trompeta o un trombón puedo hacer mi mejor esfuerzo para lucirme en una pista o simplemente puedo cerrar mis ojos e imaginarme ser Ligia Elena. Me gusta ir a tabernas y sentarme en la barra de los solos a disfrutarme los músicos, las canciones y el resplandor de las luces rojas sobre las paredes.

Descubrir y sorprenderme siempre será maravilloso y aunque saber me ha servido para entender esta pasión tan bella, escojo quedarme con las emociones que me producen el piano, el timbal, el trombón, las congas y el bajo. En una ocasión un purista lo llamó «inocencia» de manera condescendiente, y yo digo que no porque nosotros los espectadores, sin saber datos elementales y sentados en la barra de un bar, ¡también somos salsa!

Autora: Monina

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