Relato de una gata
De repente toda la vida pasa por tus ojos en un golpe seco, un remordimiento que comprime el pecho después de la indiferencia perpetua. Afuera, la sala de urgencias, adentro, un yo con pedazos de orgullo rodando por el suelo.
Antes me valía poco lo que se rumorara a mis espaldas. Ponerme a mí por encima de todos era sentido común, no me importaba llegar ebria todos los fines de semana, ebria de salsa y sabor, levantarme con el guaguancó tronchándome los pies y un montuno envenado en la garganta para aliviar la resaca. La salsa era mi templo, el baile mi catarsis. Bailando conocí el amor, bailando supe de su engaño, y mi mayor venganza la cometí bailando.
Y ahora el único ritmo que escucho es el de un electrocardiógrafo que mide su pulso, sus latidos nunca se cruzaron, la marcha lo tiene en las venas, rompiendo las barreras que mi frío carácter forjó. Su ausencia, el privilegio por otras mujeres fueron los agravantes, pero ahora es difícil no ceder mi corazón para acompañar su palpitar acompasado, luchando contra el murmullo de cueros que sacudía mi cabeza, el movimiento de manos sonámbulas que buscan una presencia sonora, y un eco que me incita a recorrer frenéticamente los cortes de cada canción.
«¡Chica, el baile es cosa seria! Te desahogas, luego te envicias y terminas clavando tu alma en la baldosa», me advirtió un venezolano que maneja un pirata del centro hasta el Compartir. Ese mismo que dijo que tenía ojos de gata, pupilas rasgadas y la mirada que se asoman entre una presencia árida y el sensual hipnotismo que nadie se atreve a sostener, bailando bajo la sombra de un bolero de verdad callejera que me impulse a merodear los balcones como lo hacía ella, en busca del atardecer así a veces estuviera haciendo frío, cerquita de las rejas, barandas y del chismorreo de la vida humana.
Afuera del bar están proyectando alguna película de Tarkovsky y un vagabundo letrado recita reiteradamente los versos de un boricua que provoca mi insomnio: «vivo en mí y no comprendo; hormigueos van abriendo filtraciones de erotismo en mi pecho, y un enjambre mancha el cisne de mi estricto misticismo».
Décimo día de hospitalización y él comienza a estabilizarse, lo supe por su mano izquierda que dibujaba temblorosamente compases imaginarios de algún pentagrama encriptado. Luego lo escuchaba decir chistes sobre su mayor frustración: ser cantante. Él contaba que aspiraba a ser un gran sonero de la talla de Ismael Rivera pero desafinaba hasta un coro de villancicos, dándose cuenta de que su popularidad se reduciría a la de un cantante de ducha.
El paciente terminal de al lado se ríe, el humor es señal de vida y a él le sobra suficiente. Al rato deslizo una carta en sus manos mientras que al fondo Johnny ventura hace un resumen de nosotros. Las palabras al aire se vuelven volátiles y apuntan a varias direcciones distintas al destinatario, mis verdaderas acciones las demuestro en el papel, suavizando lo irreconciliable de cada uno de nosotros y abrazando la entraña por recuperar lo perdido.
Ahora mis pasos son lentos, pero de una seguridad irrevocable. No confío en todos, soy una mujer de a poquitos, de una paciencia selectiva que muy pocos aguantan, por eso la soledad es una opción cómoda, una virtud de pocos amantes. Eso de crear un vínculo con los otros es algo que cuesta, ver en otro algo que pueda aportar en esta vida insatisfecha.
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Varios me dicen: «Parce, usted es así, porque fijo le ha pasado algo muy fuerte» como si este cumulo de años gozados y sufridos se resumiera en una frase de cajón. A veces hay que aceptar las cosas como son, no creer en ideas banales que hacen peor el aterrizaje de alguna situación tediosa. En últimas, solo son uno más de la juerga, con los que compartes tragos, risas absurdas y caminatas desde el sur hasta el bulevar sin sentir la fatiga del sol.
Los que me conocen bien saben que soy una mujer de a poquitos. Yo soy fiel para el que se lo merezca, y él está en convalecencia; por él soy una gata de pocas andanzas, ya no paso de balcón en balcón buscando el atardecer.
Hace un año estuviste hospitalizado, tal vez fue una señal de lo hondo en que caímos, de que el verdadero amor son lágrimas que desmoronan la jactancia. Y este año descubro el tranquilo contraste que celebro en tu casa, una reconciliación fiel a su sangre. Recuerdo que sonó una pachanga y emocionado levantaste mi mano para echar unos pasos conmigo. Yo, que fui la reina de la pista, trasnochadora infatigable de los rumbones, tuve el nerviosismo torpe de una novata. Ya lo ves, papá, la tragedia sólo fue una excusa para vernos bailar juntos.