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De la periferia a la ciudad

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Por Lauro Alberto Rodríguez

Diseño: @cristograph

Son las cinco de la mañana y amanece, Juan Pachanga bien vestido aparece, su vida es fiesta y ron, noche y rumba…

Juan Pachanga – Rubén Blades

A comienzos de la década de los sesenta el aeropuerto de Cúcuta quedaba a las afueras de la ciudad. Sólo había una vía para llegar, una carretera recta de doble calzada y asfaltada. Donde terminaba el asfalto se giraba a la izquierda y se llegaba al Camilo Daza. De allí en adelante eran predios del corregimiento de El Salado, pero justo donde termina el asfalto y empiezan las casas, hay una extensión de terreno como una isla, donde la noche se confunde con el día… La Ínsula, la zona de tolerancia más famosa de Colombia y Venezuela.

En La Ínsula, a la par con las casas de citas, aparecieron los bailaderos; salones de grandes corredores con mesas y sillas en los costados, y una rockola al frente con acetatos de 45 RPM. La música que se escuchaba era antillana y del Caribe: guarachas, pachangas, mambos, boleros, sones y demás. Esa clase de música era catalogada como propia de bares, de prostíbulos, de gente de estratos bajos, pero muchos profesionales y comerciantes de la ciudad salían de las fiestas en los clubes y con el pretexto de ir a comer al matadero municipal (La Pesa), que quedaba a medio camino, clandestinamente seguían derecho para La Ínsula donde amanecían bailando.

Los Arbolitos, El Viejo Tango, El Diferente, Santa Rosa y El Charco son nombres de los bailaderos que empezaban a tener cierto grado de popularidad en Cúcuta y la frontera.

A raíz del poder adquisitivo del bolívar, Cúcuta estaba en pleno auge comercial; tenía una próspera industria de calzado, los talleres de mecánica y tapizado de autos proliferaban, los andenes de la ciudad se llenaron de casetas y vendedores ambulantes. Muchos obreros y operarios eran del Valle del Cauca y tenían preferencia por este tipo de música que el disc-jockey venezolano Phidias Danilo Escalona, en su programa de radio, llamó salsa.

La salsa, nombre que aglutinó todos los ritmos del Caribe, llegó a Cúcuta traída por los migrantes que hacían tránsito a Venezuela, por la mano de obra del Valle, Chocó, la costa Atlántica, el Pacifico y el ‘turista’ venezolano.

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En la década del setenta la salsa dejó de ser clandestina en Cúcuta; las emisoras la empezaron a incluir en su programación. El periodista cucuteño Armando Rodríguez contribuyó a su difusión con un excelente programa en la emisora vecina Radio Frontera, muy escuchada en Cúcuta. Por entonces las discotiendas de la ciudad ya vendían los temas de moda.

Ante este auge salsero los bailaderos se modernizaron, reemplazaron la rockola por equipos de sonido y contrataron disc-jockeys especializados. La visita a estos lugares dejó de ser un tabú y de esto se encargó la rebelde juventud cucuteña, la que verdaderamente popularizó la salsa en la ciudad. De paso desmitificó la creencia de que a La Ínsula solo se iba a buscar mujeres. Nosotros íbamos a escuchar música y a bailar, porque la plata no alcanzaba sino para el taxi y dos o tres medias de aguardiente, pasadas con agua, pero regresábamos felices a la casa y con ganas de volver al día siguiente.

Hoy con nostalgia recordamos las pachangas de Joe Quijano, Charlie y Eddie Palmieri, Johnny Pacheco, el bugalú de Pete Rodríguez y Joe Cuba, la salsa dura de El Gran Combo, Ray Barretto, Cuco Valoy, los espectaculares solos de piano de Richie Ray, Larry Harlow y Noro Morales, la Fania All Stars y sus estelares cantantes; el trombón de Willie Colón, el montuno de Maelo y Cortijo, la narración poética y desgarradora pero cargada de verdad de los temas de Rubén Blades, las guarachas y boleros de la Sonora Matancera, las melodiosas voces de Tito Rodríguez, Benny Moré y Vitín Avilés.

También sonaban mucho las orquestas venezolanas: Nelson y Sus Estrellas, el Sexteto Juventud, Ray Pérez, Federico y Su Combo, Oscar D’León y la Dimensión Latina; y de Colombia, Fruko y Sus Tesos, Latin Brothers, Niche y Guayacán en sus comienzos, Alfredito Linares, peruano radicado en Colombia. Con la música de estos caballeros amenizábamos las tertulias de estudiantes de últimos años de bachillerato y primeros años de universidad.

Bajó el bolívar, se fueron las mujeres, se apagó la música, la ciudad se extendió y donde había casas de citas y bailaderos hoy solo quedan galpones, parqueaderos y talleres, pero yo, 35 años después, sigo yendo a La Ínsula todos los martes a las 6:30 a.m., a la misa de la iglesia de Santa Marta, que está situada en medio de donde quedaban antes los bares. Como antaño, si llegaba uno tarde no conseguía mesa, pero ahora se queda uno sin silla y le toca parado escuchar toda la misa.

Pero la semilla sembrada germinó y el gusto por la salsa perdura en Cúcuta, ojalá por siempre…

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