De Van Halen a Ray Barretto
Por Rodrigo Monroy
Diseño: @cristograph
En la pared a espaldas de su almohada, Pedro tenía pegado los afiches de Black Sabbath, Deep Purple, Led Zeppelin, Van Halen, Aerosmith y en toda la mitad, un afiche gigante de Kiss. El hombre se había encontrado con el heavy metal y el hard rock en los dos últimos años de su bachillerato y se había vuelto un fanático. Al pasar de los años conoció nuevos sonidos alternativos como el de Pink Floyd, The Doors y el de los Rolling Stones, que hacían parte del rock sicodélico.
Todos los meses cogía el bus que venía directo por la avenida Caracas y se bajaba a media cuadra del Teatro Palermo para asistir a películas de conciertos en vivo que algunas veces empezaban con tocatas de grupos locales de rock. Nunca olvidará el día que vio la película Gimme Shelter, un concierto del año 1969 con los Rolling Stones en Altamont Speedway Free Festival en la ciudad de Altamont en el norte de California. Cuando se apagaron las luces, se empezaron a ver los puntos rojos del cigarro prendido y a sentir el olor peculiar del cannabis sativa. A la policía se le ocurrió meter diez perros dentro del teatro. A los cinco minutos de empezar la película, ni los perros ni la gente sabían dónde estaban. Los pobres pastores alemanes se quedaron botados en el suelo con la lengua afuera tratando de evitar el humo que no deja ver ni la pantalla. Curiosamente Pedro, ni tomaba ni se trababa, pues su único vicio era la Pepsi-Cola y el roscón de quinientos pesos. Tal vez era el único cuerdo dentro del público. Por eso se dio cuenta cuando unos jóvenes borrachos, decidieron irse de patadas contra la policía. A raíz de ese incidente la pasión del rock fue trasladada al Teatro Americano de la carrera 16 con calle 49.
Su hermano Álvaro, tenía gustos musicales muy diferentes. Era un seguidor de la salsa. Cuando entró a la facultad de arquitectura de la Universidad Nacional, se hizo muy amigo de Julián, un muchacho caleño que tenía una excelente colección de acetatos de música del Caribe, que iba desde el son cubano, pasando por la charanga dominicana, la música campesina puertorriqueña y terminaba con salsa neoyorquina.
En el segundo semestre de 1979 los amigos decidieron alquilar un local para llevar sus mesas de dibujo, los libros de estudio, planos, maquetas, cajas de colores, rapidógrafos, reglas T, la radiola de la casa de Álvaro y los discos de Julián. Encontraron un local que no tenía más de 30 metros cuadrados en el costado sur de la calle 18 con carrera 3, diagonal a la estatua de La Pola. Por la misma estatua, si se tomaba la calle a la izquierda, se llegaba a la entrada principal de la Universidad de los Andes. El techo era a dos aguas con las cerchas, correas y esterilla a la vista, pisos de cerámica colonial antigua bien cuidados, paredes blancas de pañete rústico, que le daban un aire de una casita de campo.
Antes de la rutina diaria de trabajar en los planos y en los proyectos, Julián empezaba a poner sus vinilos. Una tarde, a mediados de octubre de ese año, unos muchachos se asomaron por la ventana y les preguntaron si podían entrar a escuchar la música. Ellos no vieron ningún problema. Al pasar de los días llegaron más jóvenes, la mayoría estudiantes de la Universidad de los Andes. Llegó un punto que ya no podían trabajar, pues el taller se llenaba de muchachos que entraban y salían, que hablaban de música, bailaban, reían, gritaban, tomaban cerveza y fumaban marihuana.
Ante esa situación, Álvaro y Julián, se dieron cuenta de que tenían que sacar la mudanza y meter mesas, sillas, una barra y muchos petacos de cerveza. Así nació Quiebra-Canto. Tomaron el nombre de un grupo musical argentino. Cuando empezaron a buscar quién les administrara y pusiera la música del Quiebra, salió a flote el nombre de Pedro. El hombre a regañadientes aceptó, pues se sentía un traidor de su gusto musical. Entre otras porque le tocaba estudiar sobre la música del Caribe y el estudio no iba con él. El sitio que inicialmente era frecuentado por estudiantes de los Andes, al poco tiempo fue conocido en la Nacional, sobre todo en las facultades de arquitectura y bellas artes.
Pedro aprendió rápido y le cogió el gusto al ritmo caribeño. Prefería el sonido clásico de Ñico Saquito, Ibrahim Ferrer, Arcaño, Benny Moré, Bola de Nieve, La Lupe, la Sonora Matancera y sus cantantes, siendo la más importante Celia Cruz. Empezaba con un ritmo suave, sones y charangas, algunos boleros e iba subiendo el ritmo llegando a las descargas de los músicos caribeños que tocaban en Nueva York, los cuales la mayoría grabaron con el sello discográfico Fania: Johnny Pacheco, Larry Harlow, Willie Colón, Hector Lavoe, Ray Barretto, Ruben Blades, Tito Puente, Richie Ray y Bobby Cruz y Cheo Feliciano, entre otros.
Cuando el sitio estaba más lleno que un Transmilenio a la hora pico, Pedro ponía El ratón, en la versión de la Fania All Stars de un concierto en Nueva York en el que se invitó a Jorge el Malo Santana, que hizo un solo de guitarra que llevaba al paroxismo a los bailadores del Quiebra. O ponía El faisán, de Johnny Pacheco, en el que el sonido de las trompetas parecía derrumbar las paredes del local. Como a la hora de cerrar el sitio seguía tan lleno, a Pedro le tocaba rogarles a los clientes para que desocuparan el lugar. Siempre ponía Mi negrita me espera de Ismael Rivera, que cantaba: «Es tarde, ya me voy, mi negrita me espera».
A los dos primeros meses de abrir el local, Pedro siguió con su rutina de cero alcohol. A finales del 79 conoció a un grupo de jóvenes que empezaron a ir todos los fines de semana y que eran de los pocos que tomaban aguardiente o ron, pues la mayoría de los clientes tomaban cerveza. De ese grupo, Guillermo era el más despierto y lenguaraz. El segundo fin de semana que fueron, Memo ya tenía tomando cerveza a Pedro. Se sentaba en la barra a hablar, a echarle chistes, gesticulaba, pegaba manotazos y bailaba solo. Se hicieron tan amigos, que al cuarto fin de semana Pedro ya destapaba el guaro. Pero seguía siendo un inocente. Un viernes, un grupo que estaban sentados alrededor de una mesa, empezó a fumar bazuco dejando sentir en todo el sitio, ese olor de acetona que es tan parecido a los esmaltes de uña. Guillermo se le acercó y le dijo a Pedro que los sacara. Le preguntó el porqué. Memo le explicó pero le pareció curioso que el hombre jamás hubiese olido bazuco ni supiera del tema.
Los muchachos de la ‘sopladera’ vivían en el barrio que queda al lado de la media torta y pertenecían a una banda de ladrones del sector. Al poco tiempo, esa banda decidió meterle candela al negocio. Un cliente que dormía en el sitio llamó a los bomberos los cuales lograron detener el incendio. Así que ante ese incidente y sin saber qué otro tipo de represalias podría tomar la banda, Álvaro decidió cerrar ese local y trasladarse sobre la carrera 5 con calle 17 a una casona antigua, en la que actualmente sigue el Quiebra.
También podría interesarte esta crónica: De la periferia a la ciudad
Para ese entonces, Julián había decidido volver a Cali. Álvaro invitó a sus primos Rafico y Paco como socios en el negocio, pues el nuevo local necesitaba de una buena inversión para su adecuación. En esta nueva etapa, el Quiebra-Canto empezó a ser conocido como uno de los mejores sitios de salsa de la ciudad, al mismo nivel del Goce Pagano, aunque los seguidores del Goce nunca lo aceptaron, pues forman parte de una cofradía cerrada y ortodoxa que no admite comparaciones.
Este nuevo sitio no solo era un sitio de rumba, sino también un sitio de ideas y de tertulia, que era frecuentado por profesores universitarios, militantes de izquierda, de grupos clandestinos, de sindicalistas, poetas, escritores, teatreros, cineastas, artistas de televisión, artistas plásticos y por supuesto músicos. Cuando se inauguró en la 17, se hizo una exposición de artistas plásticos de la Universidad Nacional. En ese local trabajó Dago García actual vicepresidente creativo de Caracol TV y el Flaco Solórzano, actor de televisión. Allá mismo surgió La 33 con su Pantera Mambo.
En el nuevo local cabían por lo menos diez veces más clientes que en La Pola, lo que significó que los ingresos aumentaran significativamente. Con esa bonanza el Quiebra abrió sucursales: uno en frente de las Torres del Parque en la carrera 5 con calle 29, en un periodo en el que ese sector era el foco de la rumba en el centro de la ciudad. Estaban el Goce Pagano, un bar gay llamado Equs, La Teja Corrida y el Quiebra. En las noches de los fines semana, sobre la carrera 5 parecía que se estuviera de carnaval. La rumba en las calles era igual que dentro de los bares, lo que ocasionaba desórdenes, gritería, música de los equipos de los carros a alto volumen y peleas callejeras. Un fin de semana en un enfrentamiento a puños, al joven que le iban pegando, sacó un revólver e hizo tiros al aire, uno de los cuales entró por la ventana de un apartamento de las torres. Su dueño demandó y la alcaldía cerró todos los bares sobre la 5. El Quiebra tuvo también sucursales en El Lago en la carrera 15 con calle 79 y en el barrio Cedritos en la calle 144. Sitios que duraron poco tiempo abierto. El norte no era el mercado.
La que sí se sostuvo durante muchos años, fue una sucursal que se abrió en la carrera 7, casi con esquina de la calle 46. El local era un semisótano, con ambiente underground, oscuro, con poca ventilación, pero excelente sonido. Si La Pola se llenaba como transporte público, en la 45 la gente parecía haciendo cola, pegados los unos a los otros, donde las habilidades de danza eran casi nulas. Pedro ponía la música el fin de semana con su mismo estilo de suave a duro. Ya reconocía los gustos musicales de sus amigas, pues le causaba risa que cada vez que ponía Triste y Vacía de Willie Colon, las mujeres la cantaban a grito pelado.
El Quiebra de la 45 tenía una barra más larga donde cabían siete interlocutores en comparación al de La Pola, donde solo cabían tres clientes. Todos los viernes sin falta alguna, Memo, Leo, el Negro, Chano, Joseto y Lobo ocupaban las butacas altas en frente de la torna mesa, pidiéndole música inexistente, Havana Club y escondiendo el trago de contrabando. Pedro ya le había cogido el gusto a las bebidas espirituosas de alto grado alcohólico y muchas veces terminaba saliendo del sitio directo a desayunar, con el sexteto de amigos.
El local de la 45 tenía una bodega pegada en la que se guardaban las canastas de cerveza, las cajas de guaro, ron y brandy, que no alcanzaban a llenar un cuarto del espacio. A Pedro le presentaron a Cacho, un amigo de ellos que tenía una colección de vinilos de rock progresivo, jazz experimental, pop y rock pesado. En ese entonces Cacho trabajaba en Dunking Donuts. En una de las tantas trasnochadas, Pedro y Chano se encontraron con Cacho a las cuatro de la mañana amasando las donas. Tal vez sería la prendida que tenía Pedro o ver a Cacho vuelto mierda untado de harina hasta las pelotas y con cara de tragedia, lo que hizo que Pedro le ofreciera la bodega para que pusiera su música.
Cuando se trabaja hasta altas de la noche, se invierte el normal desarrollo de la vida, y la luz, como a los vampiros, puede matar. Después de muchos años de trasnocho, de comer mal o no comer, del uso y el abuso de ayudas externas para aguantar, de descuadrar el inventario de trago, como cuando duró tres días tomándose seis cajas de medias de brandy Cazanove, la salud se empieza a deteriorar. Por eso Pedro se fue a vivir a Milán, donde estuvo durante 16 años.
Volvió en 2006 sin avisar. Había estudiado algunos programas con énfasis en el diseño de páginas web. Se dedicó exclusivamente a ese trabajo durante más de dos años y a mediados de 2008 volvió al Quiebra por insistencia de Álvaro, quien atendía una nueva sede en Cartagena y necesitaba que su hermano, su hombre de confianza, manejara las finanzas del negocio. En muy poco tiempo Pedro puso al día las cuentas, pagó proveedores, compró música, empezaron a poner sonidos electrónicos los miércoles y el sitio volvió a dar las ganancias como en sus mejores años.
El hombre había regresado pero él y sus amigos ya no tenían veinte años, eran unos cuarentones casados, con hijos, hipotecas, matrículas que pagar y mercados que hacer. Por eso se ven muy pocas veces, todos se volvieron importantes, sin tiempo y con muy poca resistencia física para las jornadas maratónicas de antaño. Además cada vez que lo llaman, parece que al hombre lo estuviera persiguiendo un sádico, pues siempre anda con prisas, haciendo diligencias, yendo al banco, comprando repuestos, contratando obreros, hablando horas enteras con su hermano por teléfono, en citas médicas o cuadrando el inventario.
Antes de su viaje Pedro era el amo absoluto de su tiempo. Esa ventaja le permitía ejercer plenamente el derecho a la vagabundería, pero ahora que había logrado vencer la pereza al estudio, que poseía más y mejores conocimientos, experiencias de muchos viajes y un capital para vivir tranquilo, ya no se pertenecía. Pasó de ser un hombre libre a ser prisionero de responsabilidades ajenas, por obra y gracia de su nuevo cargo: gerente del Quiebra-Canto. De esos gerentes que son porteros, mensajeros, auxiliares de contabilidad, jefes de inventario, coordinador de mantenimiento y representante legal. Él tal vez no se ha dado cuenta de su actual condición, por la misma razón que nunca supo cómo pasó de Van Halen a Ray Barretto.