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La noche que me cobé a Frank Lebrón

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Por Malicia Enjundia

Diseño: @cristograph

A Frank Lebrón lo conocí una noche en el Museo La Tertulia. Lo invitaron junto con su hermano Ángel a un conversatorio-audición. Media Cali llegó a escucharlos. Yo hice parte de esa mitad de ciudad emocionada que fue a oír a sus ídolos, juglares salseros que musicalizaron mi vida desde la juventud hasta hoy. Lo que no sabía cuando salí de mi casa, es que iba a terminar bailando con él.

Primero que todo, no está escrito el número de enamoramientos, amantazgos, filtreos, tusas y rabias que he sobrellevado con las melodías de los Lebron Brothers. Si las calles de Cali fueran pergaminos, mi nombre aparecería en algunas de sus páginas, narrando la noche en que besé a un desconocido con el que bailé La Temperatura en las Fuentes, la madrugada en la que implosioné porque mientras bailaba Prostitución con una amiga, ella me dio la vuelta y en el giro me encontré de frente con la cara de un amor platónico que casi me mata a punta de irrealidad, o la inolvidable vez cuando la canción Che Manía me trajo al más hermoso de los músicos de una rumba, y todas las veces en las que he gritado la letra de Qué Pena para defenderme de mí misma y no ponerme de curtida reviviendo amores fatuos del pasado. Con esos antecedentes, no podría más que emocionarme cuando me dijeron que los Lebrón iban a conversar con la ciudadanía a las afueras del Museo.

Como para algunas cosas tengo personalidad de fanática, me puse mi mejor camisa ese sábado 29 de agosto de 2015, me pinté los labios, y aunque el conversatorio era a las 7:00 p.m. yo iba a salir de la casa desde las 4:00. Las respectivas risas de mi novio, que me pedía que «calmara los fríjoles», me hizo bajarle dos cambios al agite interno. Lo cierto es que todos los recuerdos de mi barrio se levantaron en bandada y me revolucionaron el pensamiento, yo sabía que tener a los Lebrón cerca era volver a las minitecas de finales de los noventa e inicios de los 2000, a la noche en que cobé por primera vez en la vida con esa voz y esas congas de fondo.

Para cobar a los 14 años en la comuna 8 se necesitaban tres cosas: que la mamá lo dejara ir a uno a una miniteca por lo menos hasta la medianoche, unas zapatillas bien aletosas, ojalá con cámaras que se flexionaran levemente cuando uno las palpaba con el pulgar para comprobar si eran originales, y que uno de los pelados de la fiesta le estirara la mano. En ese tiempo, en mi barrio, el Benjamín Herrera, se escuchaba en cada esquina, y sobre todos los fines de semana, canciones como Solo de Alex D’Castro, Cómo Te Hago Entender de Roberto Roena, Perdóname de Gilberto Santa Rosa, Qué Sorpresa de los Van Van, Compay Gallo de Lobo y Melón y por supuesto La Temperatura de Los Hermanos Lebrón.

Esas canciones las cantábamos a todo taco los habitantes del barrio, en voz alta, destazándose uno los pulmones, incluso los que teníamos 14 y no sabíamos mucho del amor y el erotismo apenas nos estuviera dando las primeras señales. En las minitecas, fiestas para los que estábamos entre los 12 y los 16, además de cantarlas bien alto aprendimos a bailarlas, con un paso de guateque para las más arrebatadas, y cobadito, en una baldosa, para las más lentas, sintiendo los primeros estertores del deseo en el cuerpo. Al primero que me cobó no me le sabía ni el nombre, solo sé que era un flaco de un barrio vecino que iba vestido con pantalón de dril, camisa a cuadros y unas Nike Araña. Me apretó entre sus brazos y movió solo la pelvis bailando La Temperatura, mientras yo descubría que el baile era un romance de los cuerpos, y mi cucha me espiaba, sin que yo me diera cuenta, desde la ventana.

Iba yo recordando esa noche y las posteriores de cobada y agite en mis calles cuando llegué al teatrino de La Tertulia con novio y amigos. El lugar estaba lleno, y allá, abajo, una mesa con tres asientos, un tocadiscos y la colección de elepés de los Lebrón. Me dieron ganas de lanzarme a la primera fila así me tocara sentarme en el piso, pero por conservar las sanas apariencias me quedé arriba, recordando que llegar temprano y ser acusada de que llegué a limpiar las sillas, como le decían a uno en el barrio cuando madrugaba a rumbear, al fin y al cabo era mejor que llegar sobre la hora y ver a Ángel y Frank Lebrón de lejos.

Una de las cosas que noté ese día es que entre el público asistente habían muchos artistas de la ciudad, gente, claro, interesada por la música y la historia de ese par de leyendas, pero a la que poco le notaba yo ese estilo más bien guabaloso que le otorga a uno haber vivido en un barrio popular caleño. Todos estaban tan sentados, tan tranquilos, que en la primera hora me contuve, no fuera yo a quedar como desfasada entre la farándula de mi urbe.

En el momento en que llegaron los hermanos la gente aplaudió, menos mal no estaba cerca mientras ellos caminaban, valga la pena decir lo guapos que son ese par de personajes, que caminan y pareciera que llevaran en la estampa todo el encanto del Caribe, y aún de lejos me dieron ganas de abrazarlos. Los Lebrón, palabras más, palabras menos, además de ser excelentes músicos, siempre me ha parecido que están muy buenos. Después de que ocuparon sus sillas empezó el conversatorio. El moderador hizo preguntas en torno a su vida y el origen de sus canciones. Recuerdo con exactitud cuando Frank Lebrón contó una anécdota sobre la muerte de su madre, cuya noticia llegó mientras ellos cantaban en un concierto, y de ahí nació la canción Diez Lágrimas, todo un tratado de lo que implica estar vivo y rodar en el azar de ser humano.

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Apenas abrieron micrófono para que el público hiciera preguntas, a mí se me olvidó el recato y casi salté desde arriba hasta la orilla del presentador. Alcé la mano, y me pasaron el micrófono. «Muchas gracias por estar aquí, ustedes hacen parte de la banda sonora de mi vida —les dije— y recuerdo ahora la canción Che Manía, que tiene una frase que dice «Pura verdad no es solo manía, si no tienes a nadie busca a tu tía», lo cual me hace pensar que aunque uno esté en la remala, si baila, revive. Me gustaría que nos contaran por qué escribieron esa canción y que la pusieran para bailarla con todo el público». Acto seguido, por inercia emocional, me pasé por el frente del moderador y le di un beso a cada uno de los hermanos. La gente gritó y Ángel Lebrón, reído, le dijo al encargado de la música que pusiera la canción. Yo me iba a devolver, feliz de haberles estampado su beso a cada uno, hacia mi lugar en el público. En esas un amigo me gritó: «¡Malicia, sácalos a bailar!». Que me desmienta el que quiera, pero dice el adagio popular que un tonto cariado mata a la madre. Me devolví, y le estiré la mano a Ángel Lebrón. «Yo no bailo, mi amor, gracias» —me dijo— «Pero yo creo que el sí» y señaló a Frank. El susodicho miró a su hermano, luego me miró a mí, que me preparaba para la negativa, pero oh sorpresa, se puso de pie, y me cobó como me había cobado aquél muchacho hacía más de quince años en mi comuna. El público gritó. Cuando terminó la canción, sus palabras quedaron para siempre estampadas en mi historia: «Escribimos para tocar el corazón de niñas como ella».

«Hiciste lo que todas queríamos hacer», me dijo una amiga al terminar el evento.

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