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El barrio tiene la llave

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Por Sanserení

El barrio tiene la llave

Ya quisiera uno estar ahí al frente, sin despegar los ojos ni un minuto de Pellín Rodríguez y la orquesta que lo acompaña. Todo aquel que se autodefine salsero tiene una predilección particular por los tonos sepia y los blanco y negro; es decir, por todo aquello que se remonte a los setenta, los años de su auge y su reverberación. Queda uno embelesado recorriendo esas imágenes donde los cantantes y las grandes orquestas se entremezclan con el público sin mayor distanciamiento, porque la música latina era precisamente eso: una descarga incesante que arrastraba consigo el latir del barrio y sus costumbres. Sus sonidos se debían a la calle, al agite de la gente que encontraba una extensión más de sus quehaceres cotidianos en el soplo agresivo de los trombones y el tacu-tucu-tacu de la tumbadora.

A nosotros, los de este lado del charco, se nos cae la babita al escuchar las anécdotas de antaño: se oía el rumor de un pregonar en la acera o en el parque y todos corrían en masa para escuchar el bembé que se formaba de improviso, pues la vida del latino en Nueva York —su cuna— era encontrar asidero en ese ritmo que tenía nombre de aderezo. ¡Échale salsita!

El barrio tiene la llave

El giro de la música afroantillana en esta época es producto de lo que sucede en la avenida. En El libro de la salsa, el escritor César Miguel Rondón afirma lo siguiente: «La música popular tiene que ser analizada en el contexto global que ella supone, mal se le puede medir valores desde una estricta perspectiva musical sin tomar en cuenta los marcos de la comunidad que la produce y disfruta».

Y es que dicha comunidad presupone un acercamiento a las dinámicas que en ella afloran: la gastronomía y el humeante olor de los cuchifritos y guisos bien sazonados; la algarabía de su gente que de ventana a ventana o en medio de la acera afloja la lengua para bochinchear; las primeras experimentaciones sonoras a base de instrumentos rudimentarios, que por lo general siempre eran latas, utensilios de cocina y capós de carros; la guapería de los buscapleitos que solo querían andar repartiendo puño, palo y bofetá; y así sucesivamente. En el acontecer de cada una de estas situaciones está la esencia de su ritmo, el condimento del son.

En la calle y en la casa
voy silbando una canción
y tiene ritmo sabroso;
la salsa la traigo yo
y es para ti cosa buena.

Atacan los coros en el preciso momento de la foto de Pellín. La composición de la misma es un encanto: una línea de vientos presta a las indicaciones del timbalero; el bajo concentrado en la caricia de sus notas; la campana y la tumbadora impávidos, seguros del compás; los coristas arrasando con pregones que atizan la candela; y Pellín, con ambas maracas en su mano izquierda y con la derecha saludando a quien quizás acapara en ese instante toda la atención. O tal vez saluda a quienes no estuvimos ahí pero repasamos estas líneas en las que el barrio tiene la llave.

Entre el público se ven algunos rostros jóvenes; las caras lindas de mi gente bella, exclamaría Maelo. Si aún viven, ¿qué recordarán de ese concierto? ¿Qué les hizo despegar los ojos de la orquesta que se está botando con su guaguancó?

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