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El extranjero del tambor

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Por Ana Camila Montoya

Diseño: @cristograph

El auditorio se quedó atónito, el público cuchicheaba, las señoras se tapaban la boca con la mano, se miraban desconcertados unos a otros, un hombre lanzaba toda clase de injurias a la orquesta, que seguía tocando sin el más mínimo tropiezo, sin titubeos la salsa siguió su curso: «Guantanamera, guajira guantanamera… Yo soy un hombre sincero de donde crece la palma y antes de morir yo quiero echar mis versos del alma… Yo soy bueno y como bueno moriré de cara al sol…».

A duras penas lo aceptaron, de no haber sido por los ruegos de Carmen, la hermana de Jesús (cantante) jamás habría entrado. Miguel, un rolo desgalamido, por fin hacía parte de la orquesta Los Guapos: Johnny Boca Grande (trompeta), Milton (güiro), el Mañe (maracas), Anderson (clave), el Chueco (timbal), Saúl (bongó) y Jerry (bajo) refunfuñaron e incluso amenazaron a Jesús con cancelar la presentación. «¡Ve, Johnny, no más! ¡Me tenés asoleado con tanta cantaleta! ¡Y vos también, Mañe! ¿Qué querés que haga? Ya está adentro, tenele fe al hombre», replicó Jesús.

Miguel, ubicado al fondo del escenario, vestido con la camisa hawaiana que le había regalado Carmen, bañado en sudor y sentado sobre sus inseguridades, encorvaba la espalda acicalando su tambor, mientras tarareaba una canción cualquiera, intentando disimular que no escuchaba los crueles reproches en su contra. «A ver, desde donde nos quedamos». «Dices que me quieres, sé que no puede ser, pero cuando tú me besas te lo vuelvo a creer… Yo no sé lo que es… Mamita me va a matar con tus malos pensamientos… Yo no sé pero yo presiento me estás maldiciendo a mí…». «¡No, no, no! Pará pará. Estás mal, estás fuera de nota. Concentrate, rolo, vos sos la base rítmica, nos descordinás a todos», rechinó Johnny Boca Grande.

Miguel salió del edificio, dobló la esquina y avanzó por la calle 12 bajo el incandescente sol, con la cara hecha vergüenza y el pecho herido. El teatro Jorge Isaacs se carcajea a sus espaldas, los transeúntes le gritan «foráneo», Maldijo su suerte, sus manos, sus maneras, sus carencias. No era más que un extranjero del sabor, un torpe de la salsa, un manco del tambor; no era digno del tambor, de la salsa ni de Carmen; una diosa de piel negra, que por alguna extraña casualidad, lo había escogido a él, un rolo insípido. El bochorno lo obligó a detenerse, se sentó en un andén bajo la sombra de un árbol, el sudor le bordaba la frente, el calor se había transformado en migraña, el malestar en deshidratación y la ira en rencor, sus fuerzas lo abandonaron y cayó rendido.

Un paño húmedo le cubrió la frente, su cuerpo tendido sobre la cama se recupera lentamente, un viento fresco recorre la habitación. Miguel buscó en vano la mano de Carmen, al no encontrarla frunció el ceño y se incorporó con esfuerzo, para darse cuenta de que estaba en un lugar desconocido, la habitación conectaba a un patio trasero, una guacamaya roja, unos palos de mango y la silueta de un hombre se le atraviesan en la vista. «¡Alabao! Te juré muerto, asere».  Miguel se frotó los ojos como intentando hilvanar sus ideas, a pesar de no entender su dialecto, ni de saber quién era ese hombre. No sintió miedo, había algo en su voz que le generaba confianza, quiso preguntarle quién era y por qué lo había ayudado, pero le pareció estúpido. «¿Me puede regalar agua, por favor?». «Claro, por eso fue que te desmayaste ¿no? Yo te vi ahí tirao, la gente te pasaba por el lao y nadie te tiraba un cabo». Miguel bajó la mirada, le clavó los ojos e hizo un gesto en señal de agradecimiento.

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Cinco cervezas después, «Me fui pa’l monte buscando guayaba por la vereda del ocho y el dos y aunque encontré una casa dorada esa guayaba no la hallaba yo… Buscando guayaba ando yo…». El hombre advirtió que Miguel se había detenido en sus manos. «Son manos de esclavo, soy descendiente de esclavos cubanos», dijo. Miguel hizo un gesto incómodo y cambió la conversación. Horas después de haber fumado habanos y haberse contado la vida bajo el telón de la salsa, el hombre le dijo: «Antes de que te vayas, quiero darte un regalo». El hombre regresó con un tambor viejo, un tanto aporreado y lo puso frente suyo. Miguel se abalanzó sobre el hombre, lo abrazó como quien abraza a un padre y salió de aquella casa iluminado; ignorando por completo que el tambor que llevaba bajo su sobaco contenía una magia infinita.

«¡Uy! Volviste, rolo. Ya te hacíamos muerto», dijo Jerry. «Oíste, rolo, ¿ya te afinaste?», lo inquirió Saúl. « Ve, qué terapia la de ustedes, dejalo en paz», dijo Anderson, que luego se le acercó y le susurró: «No vayás a embarrarla, acordate que hoy es el show». Horas después el auditorio rebosaba, Miguel observaba aquel tambor viejo, como si fuese un amuleto para la buena suerte o un catalizador de sus miedos. Jesús dio la orden y Miguel sacudió los cueros. De pronto una oleada de gentes extrañas inundó el teatro. La tez oscura, vestían ropas viejas y ajadas, los rostros apaleados, un par de heridas y un brillo en los ojos, que solo poseen quienes han mirado de cara al dolor, irrumpían en las sillas, bailaban, cantaban y rezaban en un lenguaje extraño, incomodando a la idiosincrasia caleña.

El auditorio se quedó atónito, el público cuchicheaba, las señoras se tapaban la boca con la mano, se miraban desconcertados unos a otros, un hombre lanzaba toda clase de injurias a la orquesta, que seguía tocando sin el más mínimo tropiezo, sin titubeos la salsa siguió su curso: «Guantanamera, guajira guantanamera… Yo soy un hombre sincero de donde crece la palma y antes de morir yo quiero echar mis versos del alma… Yo soy bueno y como bueno moriré de cara al sol…». A pesar del escándalo Los Guapos, poseídos por una fuerza invencible, no dejaron de tocar.

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