La última botella
Por: Jerson J. Hernández
Diseño: @sergiovaldesm
Por toda la discoteca se escuchaba Abran paso de Ismael Miranda con la Orquesta Harlow. El sonido caía como un aguacero rabioso sobre la barra y las mesas de metal pulido, sobre las sillas de patas frágiles. Caía sobre las botellas vacías de Águila y Poker. Caía sobre la pista y empapaba a las parejas que bailaban sobre charcos de música. «Yo traigo yerbabuena, mira yo traigo altamisa, yo traigo mejorana, traigo amansaguapo y rompe saragüey».
Susana y yo veíamos a los empleados que lavaban y secaban, con apuro, más y más vasos de vidrio para los nuevos clientes. Hombres sonrientes. Mujeres de mirada desafiante, preparadas para reinar, durante algunos minutos, en la pista de baile. Observábamos a una chica rubia que movía muy despacio la cadera frente a un tipo ansioso y torpe que intentaba acariciarle las nalgas. Distinguíamos, a lo lejos, las siluetas abrazadas de Leonardo y Eliana, de Miguel y Paola, y la figura solitaria de Rodolfo, sudorosa, agitando los brazos como si la música fuera un agua espesa donde cuesta respirar.
—¿Vos creés que ya se dieron cuenta? —me preguntó Susana.
—Sí, seguro que lo saben —respondí—. Solo lo están disimulando.
—Igual que vos. Pero cuando te encontré esa sombra profunda en la cara mientras tomabas el cuarto aguardiente, supe que también lo habías descubierto —me dijo.
Guardé silencio por un momento.
—Si me lo preguntás —continué—, estoy muerto del susto. ¡Esto puede ser una alucinación! Contá las cervezas: hemos tomado un montón.
—¿Pero una alucinación colectiva? Ni las drogas más bravas del mundo hacen eso. Acá la gente viene y celebra creyendo que están con otros, pero al final todos estamos solos —respondió Susana.
—Esto es una mierda —le dije mientras golpeteaba las botellas de la mesa con los dedos.
Cuando la canción terminó, las parejas dejaron la pista. Eliana se acercó con pasitos en la punta del pie. Miguel abrazaba a Paola y le decía algo a Leonardo que los hacía reír. Rodolfo se quedó bailando Juan Pachanga de Rubén Blades con una morena de vestido amarillo y apretado. «Y mi amor, amor, amor se está muriendo».
—¡Se lo juro, marica! Esa vieja se lo da a cualquiera que le invite una pola —decía Miguel.
—¡Pues yo le gasto un petaco pa’ que no llore! —respondió Leonardo con una carcajada que alcanzaba para todos.
Eliana alzó la voz y nos preguntó:
—¿Y cómo está la rumba para los tortolitos? ¿La están pasando bien o no?
—¡Sí, sí! —mintió Susana—. Hacía tiempo que no la pasábamos tan bueno.
—¡Eso! ¡Que vivan los novios! —dijo Miguel, y luego agarró la botella de aguardiente y la alzó sobre nuestras cabezas—. ¡Un brindis por la pareja!
Miré a Susana con ojos inmensos.
—¿Qué pasa? —nos preguntó Eliana—. ¿No van a brindar?
—Claro —le respondí—. Es que… es la primera vez que nos dicen ‘pareja’, todavía me suena raro.
Paola se rio:
—Así es el amor, así es el amor. Primero son la pareja más feliz del mundo y después ya no se quieren ni ver.
—¡Brindemos pues! —gritó Leonardo.
—Pero con las copas llenas —nos desafió Susana.
Entonces Miguel cogió la botella. Sus ojos ambiciosos permanecían atentos a las copas y sonreía cuando las entregaba rebosantes a los demás. Nosotros mirábamos la botella. Aunque era cierto que quedaba menos de la mitad, también lo era que, desde hacía un rato, la cantidad de aguardiente había dejado de disminuir. Con mucha atención, Susana y yo calculamos la cantidad de tragos que nos habíamos tomado: ya iban más de catorce y la botella no se acababa.
Al principio pensamos que habíamos pedido una de más y empezamos a verificar las botellas de Néctar, una por una. Estaban vacías, todas menos la última. Después sospechamos que Paola y Eliana estaban trayendo trago de otras mesas, de tipos que invitan a las mujeres a tomar hasta llevárselas con ellos. Pronto descartamos esa posibilidad: ambas son orgullosas y reniegan de los desconocidos mostrándoles los dientes.
En un impulso de descarte por la vía lógica, Susana se puso de pie, agarró la botella por el cuello y con sus finos dedos rasgó la etiqueta de un lado al otro.
—Así nos va a quedar más fácil rastrearla —dijo cuando se sentó.
Mantuvimos una estrecha vigilancia sobre la botella durante toda la noche y comprobamos, cada vez con más terror, que la botella no se terminaba.
—¡Marica, pero esa botella no se acaba! —dijo Rodolfo cuando volvió de la pista.
—¿Cierto? —preguntó Eliana—. Nos ha rendido un resto.
—Qué va, todas las botellas rinden lo mismo, lo que pasa es que ustedes son severas niñas y se la pasan rebajando el trago con vasitos de agua —explicó Leonardo.
—¡Pero si no nos han traído más agua desde hace como media hora! ¡Mire la mesa!, yo me estoy muriendo de sed —respondió Eliana, y luego le dijo a Paola—: camine para la calle, nos compramos una botella de agua y de paso nos fumamos un cigarro.
Cuando salieron, Rodolfo nos dijo:
—Mejor, más trago pa’ nosotros.
Y sirvió una nueva ronda.
Permanecimos sentados junto a la mesa mientras sonaba Ahora me da pena de Henry Fiol. Movíamos los pies y la punta de los dedos siguiendo el ritmo del cuatro y las trompetas. Todos mirábamos la botella. «La jugada, el truquito, la maroma, ¡ay, bendito!».
—Lo que pasa marica, es que estamos tan prendos que no nos damos cuenta cuándo terminamos una botella y empezamos otra —explicó Leonardo, esta vez resentido y para sí mismo.
—Todo el alcohol del mundo cabe en una sola botella —dijo Rodolfo sin darle importancia a sus palabras, después apuró otra Poker hasta dejarla vacía sobre la mesa. Susana lo observó con atención y después nos dijo:
—¿Y si servimos el aguardiente y no paramos hasta terminarlo?
—¡Uy! Tú me estás hablando de adrenalina —se burló Miguel.
Un silencio nos rodeó cuando terminó la canción, nos miramos.
—Va pa’ esa —respondí.
Tomé la botella y la levanté a la altura de los ojos, no le quedaban más de seis tragos, de eso estoy seguro. Empezó a sonar Vigilándote de Roberto Roena con Adalberto Santiago. Susana recogió cinco copas y me las pasó una a una mientras yo las servía. «De alguna forma hay que salir del mentiroso, y para eso, el coro de mi canción».
—¡Por la botella milagrosa! ¡Bendito Dios! —brindó Leonardo.
Tomamos una ronda que nos entró en reversa. No quise mirar la botella que seguía en mi mano. Susana recogió las copas vacías y enseguida volví a llenarlas. Rodolfo se frotó las manos cuando se dio cuenta de que la propuesta de Susana iba en serio. Con el sabor ardiente bajando por mi garganta, sentí cómo el corazón me latía desencajado cuando comprobé que el peso de la botella no había cambiado. Descreído, miré a Susana para que preparara una nueva ronda, ella abrió los ojos. Los abrió tanto, que pude verle el miedo. Apurada, recogió las copas. Miré a Leonardo, a Miguel y a Rodolfo: sus ojos permanecían fijos en la botella infinita.
Con rabia y con afán empecé a servir la tercera ronda cuando escuché la voz de Paola que venía de atrás:
—Pero los deja uno un momentico y se van jartando lo que yo también pagué con mi plata. Sírvame uno y otro para Eliana.
Buscaron copas nuevas y me las entregaron. Levanté la botella: la cantidad de aguardiente era la misma de diez tragos antes. La misma de dos horas atrás.
—Pero qué, ¿va a charlar con la botella? —preguntó Paola.
—No —le respondí—, es que no se acaba…
—¡Óiganlo! ¡A este man ya lo pateó el trago! —dijo entre carcajadas—. Lo que toca es bailar. Camine, vamos todos.
Eliana tomó de la mano a Miguel y Paola a Leonardo. De camino a la pista nos invitaron a Susana y a mí.
—Ya vamos —les prometimos.
Me senté con la botella todavía en las manos.
—¿Y si la rompo? ¿Si la estrello contra el piso? —le pregunté con ojos húmedos a Susana.
Ella dio un suspiro largo y me dijo:
—Quedarías como un loco. Nadie rompe una botella de aguardiente por más borracho que esté, son casi sagradas…
—Pero esta no es sagrada, es una botella maldita.
—Eso lo decimos vos y yo, un par de borrachos, a los otros ni les importa. Miralos bailar. Nadie nos creería, ni yo misma creo que esto esté sucediendo. Tené paciencia, pronto serán las tres; quitarán la música, prenderán las luces y nos iremos para la casa. Aquí no ha pasado nada. Tranquilo, no te preocupés. Ya verás.
Eso me lo dijo hace rato. Ahora Susana está en silencio. Su mano fría y sudorosa reposa, inmóvil, sobre la mía. Desde hace un par de horas se escucha Se traba de Ray Barretto. «Este son montuno se traba, traba, traba…» La pista está llena de cuerpos sudorosos, cansados de no estar cansados, y sobre la mesa reposa la botella que ha hecho de esta noche una noche eterna.