Transistor
Por César González
Diseño: @sergiovaldesm
Wilson giró sin expectativas la perilla grande de la radio y el azar lo sorprendió con una de las buenas. Los metales de la orquesta de Tito Rodríguez anunciaban un tempo acelerado que él ya conocía. Llevaba una semana sin salir a la calle. Ya no soportaba todo el ritual auto impuesto de tapabocas, guantes, antibacterial, cambio total de ropa y baño desinfectante al volver al apartamento. Los años ya no le daban para tanto. La última vez que había salido a aprovisionarse había resentido la incertidumbre de no saber cuándo volvería a la pista de baile, su lugar favorito en el mundo. Se consoló pensando en que por lo menos no había quedado atrapado con alguien a quien aprender a odiar. Todo el día había pasado echado en el sofá viendo películas que no le interesaban y revisando los grupos de Facebook a los que se había unido por la salsa. Miró un par de veces el perfil de su exesposa, la recordó joven y la extrañó más como bailadora que como mujer.
No daba un peso por ese domingo llorón que sólo había tenido como suceso los gritos de los vecinos del 401 que se peleaban todas las mañanas, al parecer por las labores de la casa y por los pagos de las deudas, y cuando prendió la radio que siempre lo acompañaba en sus labores de cocina lo último que se imaginó era que el viejo transistor lo iba a poner de frente con un tema que ya casi había olvidado y que dos décadas atrás fue cómplice en tanto agüelulo.
Después de la introducción de los metales entró el coro y la voz de Tito. Wilson lo vio en la nevera, esta vez en forma de aplique sostenido por un imán. Ese pequeño Tito de traje azul brillante, cabello organizado, camisa blanca y corbatín negro, sonriendo siempre como en las carátulas de los álbumes. Que gallardía la de Tito, pensó Wilson, y se permitió concluir que él también tenía un poco de esa elegancia de antaño. El coro repitió: «Mama güela, mama güela». Entonces Wilson se olvidó de las ventanas que lo ponían en evidencia con los vecinos del edificio de enfrente. Soltó la esponjilla sobre el lavaplatos, se apoyó en el mesón y sus piernas se soltaron, ágiles, haciendo ganchos, piques, punta-talón, punta-talón.
Los imanes de la nevera brillaron con mas intensidad e intercambiaron luces creando la conexión esperada: Cali – Nueva York – La Habana – San Juan – Lima – Caracas. Las diminutas figuras: el carro almendrón cubano, el Cristo Rey, la estatua de la libertad, destellaban como si estuvieran hechas del mismo material de los trombones, los saxos y las trompetas de la orquesta de Tito. Sacudidos por la fuerza con la que Wilson bailaba enganchado al mueble de la cocina, los tenedores y las cucharas se estrellaban acompasados con la campana del timbal y la campana de mano. El metal opaco del extractor reflejaba el rostro arrugado y feliz de Wilson que se encerraba en los párpados para verse en la rumba buena, la que se organizaba a principios de los años ochenta. El coro dio paso al brillo del saxo. Wilson sabía que el tema era corto y aunque no tenía tiempo para pensarlo, después de su separación había aprendido a disfrutar de los pocos momentos de alegría y calma, más ahora que lidiaba con un mundo de 50 metros cuadrados, con un futuro laboral incierto, con una ventana con control remoto y un oído con dial girante.
El saxo le rebotaba en los hombros, saltaba al techo, se sumergía en la lavadora, brillaba el piso, se bebía los restos de ron en los vasos sin lavar, endulzaba el azúcar y resolvía el laberinto de las baldosas del cuarto de ropas. Luego los trombones y las trompetas lo centraban y todos daban paso al coro y a Tito: «Mama güela, mamá güelá». Wilson sabía que la entrada del tercer coro era el preludio del fin. El transistor podía bendecirlo con otra perla, pero era difícil, la radio de hoy puede premiar, pero difícil que lo haga dos veces en menos de cinco minutos. Podía buscar música en su celular, en el computador, pero no era lo mismo. Así que decidió meterle toda. Giró sobre su eje y vio el movimiento de su cocina como se mira a la pareja en la pista. Volvió al agarre con el mesón. Los cubiertos seguían el ritmo. Los imanes se mandaban brillos entre sí. Todo el lugar vibraba por la música con pocos bajos que regalaba el viejo transistor. Luego la voz del locutor arruinó el tema cortándolo antes de tiempo. Wilson frenó también, sintió ganas de soltar una risotada pero no pudo. En la radio anunciaron que el programa de salsa había terminado. Eran las ocho de la noche y pronto darían la actualización de noticias que, por el tono con el que las anunció el periodista, no parecían ser muy alentadoras.