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El día de mi suerte

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Por Isabel Caicedo Rojas

Diseño: @cristograph

Como de costumbre, Alfredo Tabares se acerca. Su blanca sonrisa ilumina por entero el lugar. Junto a su caminao van decenas de miradas. Con sus manos en el bolsillo y su rostro bien dibujado se desliza en la pista…

—¿Bailas, mujer?
—¡Vamos!
Y salen.

«Dices que me quieres, —vuelta—
sé que no puede ser,
pero cuando tú me besas
te lo vuelvo a creer —mano en la cintura—.
No sé cómo lo haces,
me vas a enloquecer,
las cosas que me pasan
no las puedo comprender…»

Lavoe se les mete por los oídos y les resuena en el alma. Sus cuerpos enloquecen y convulsionan rítmicamente. Sonrisa va, sonrisa viene. La gota de sudor se asoma; las piernas e instrumentos claves se confunden.

—Tomesiuno, flaco— le brindan en las mesas. Alfredo agradece y se sienta triunfante. Bebe otro aguardiente y limpia con su mano una pequeña mancha que desentona en la blancura de su zapato.

¡Es el momento! Miro mi rostro en el espejo, delineo mis labios, ajusto mi vestido y reviso las correas de mis tacones.

—¿Bailas?
—¡Claro, mujer!
Y salimos.

Su sonrisa es amplia; no hay ningún toque rucio en ella. Su piel oscura me envuelve y me protege, siento un magnetismo peligroso hacia él.

«Échale semilla a esa maraca pa’ que suene
Chacuchá, cuchucu chá cuchá eh…»

Su aroma se siente exquisito. Su voz es suave, su paso firme: canta y baila. Yo aplaudo para acompañarlo.

Me toma las caderas. Mis hombros lo seducen, hacen su trabajo. La pista se llena y nos hacen un círculo. Seguimos bailando. Las mujeres no se resisten, piden cambio de pareja. Yo acepto y Alfredo ríe. Se forma un sin fin de miradas, cantos y palmadas que se convierten en una clave sublime.

En este sitio se respira un buen ambiente. No hay pared que no tenga a Héctor Lavoe, ni mujer que no sea un poquito Celia. No hay gente de plástico, ¡ay, Rubencito!; ningún camaleón, pero sí uno que otro Casanova mal camuflado.

Alfredo va y viene: baila, suda, va al WC, pide otro trago.

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Desde este lugar mi mirada lo encuentra, se posa sobre él sin querer quitarse. Trato de no ser tan evidente, claro, pero debo confesar que le sigo la pista hace algunos sábados. Hoy, como de costumbre, bailamos pero no hablamos.

Su negra piel resalta sobre la mía; su olor se queda en mi cuello, en mi vestido, como si quisiera dejar algo suyo en mí. De vez en cuando brindamos a distancia desde nuestras mesas. Quisiera conocerlo, saber qué hace los domingos en la tarde y qué canciones le gustan más. Creo que él y la música se desean.

Quisiera vivir solo de noche, quisiera verlo más días a la semana, al menos de lejos, o presentir su aroma entre los secos transeúntes caleños. Suspiro y pienso.

Mauro, casi gritando, me saca de mi embeleso:
—La última de la noche es conmigo, ¿no?
—Dale, vamos.
Y salimos de nuevo.

Cuando se acaba la rumba todo es raro: las sonrisas se esfuman, los ojos se apagan tenuemente, y las sombras de los bailarines se van desdibujando con la llegada del día. Cada uno coge su carro y se va. Mis amigos me hacen señales para montarme al taxi. Este baja por la calle quinta.

La mañana está quieta, como si sospechara el olor del domingo. Miro por el vidrio: Alfredo va caminando, claro, con las manos en los bolsillos. Mi mirada es fija. Él sonríe, pero la distancia nos va apartando hasta que el resplandor de su sonrisa es solo un lejano punto blanco en el asfalto. Yo sólo espero que llegue pronto el siguiente sábado.

Desde un viejo radio de tienda se oye sonar una canción:
«Pronto llegará el día de mi suerte, sé que antes de mi muerte, seguro que mi suerte cambiará».

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