¡De cualquier barrio, cualquier ciudad!
Por Manuela Arango y Steve García
Diseño: @cristograph
Se asoman los bafles por puertas y ventanas: el bochinche va a empezar. No hay motivo de celebración, solo tres sillas plásticas curtidas y mordidas por los perros, una calle cerrada, y en la esquina ‘los muchachos’ siempre cuidando; dos hombres veteranos, uno en pantaloneta y otro en sandalias; cuatro copas, una media de ron y para calentar: ¡Pedro Navaja!
Escena característica de cualquier barrio, de cualquier ciudad. Es el barrio latino. Y aunque, cuando suena Celia se goza evocando la cuba vieja, hay un sentir nuevo que suena más como un par de trombones estridentes y desafinados.
El bajo suena lo suficiente para que ventanas y techos comiencen a retumbar. Todos son bailarines, expertos, tranquilos, todos y todas bailan de manera original: Marco que sube el pie, Soledad que adorna el giro, María que mueve los hombros, Tomás que no logra llegar. Se adelanta a un beso Daniel y un golpe le estampan en cara.
Para todos lo que suena es ‘salsa’, aunque suenen sones, bombas y hasta bugalú, pero la confusión es culpa de la Fania. Es inevitable seguir a todo pulmón Guantanamera, aunque para la mayoría pase desapercibida la referencia revolucionaria, ¡Ah!, pero cuando el sexteto de Joe entona que «la calle está durísima», sin distinción se empieza a sonear, con esa acentuación en los gestos de quien interpreta algo que conoce de primera mano, así esté escuchando el tema por primera vez.
Media noche y el titicó y el tintindeo son los amos del lugar, y la fiesta es tan grande en la cuadra que el rumbón lo disfruta la tomba, los pillos, los sapos y los feos. ¡Eso sí: fierros no han de sacar! Y a las tres de la mañana los que no aguantan, los débiles de pies y los que van a su casa a melar. Lo que sigue es candeleo, sobrevivientes no van a parar.
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Es que, aunque Johnny Pacheco saque pecho al decir que «la salsa es y siempre ha sido la música cubana» lo que se empezó a cocinar en los sesenta con los pianos de Palmieri en La Perfecta, tenía algunos de los mismos condimentos, pero era receta nueva. Y lo que faltaba, unos adolescentes con pose de malandros, que nacieron en el barrio y que de eso es lo que podían cantar. Los quinceañeros Héctor, Markolino, y Willie abrían el nuevo camino braveando como en el barrio, y en el 67 le soltaron a la vieja escuela latina:
No hay problema en el barrio
que quién se llama el Malo.
Si dicen que no soy yo
te doy un puño de regalo…
Échate p’allá que tú no estás en na’.
6:00 a.m. y la cuadra, que fue de licor y de fiesta, solitaria se encuentra pues no pudo soportar: las cuatro garrafas, las cinco medias, la incontable cerveza y los zapatos de tacón. Todos salen el domingo, con cara de sinvergüenzas, con dolor de cabeza, con sonrisa de simplón. Y la rumba amanece y la vida comienza, aunque todo mundo sabe que en una semana habrá repetición.
Entre Massuci, a quien siempre le dio guayabo no alcanzar los mercados europeos, por lo que más de una vez intentó ‘limpiar’ la salsa metiéndole hasta rock; y la vieja élite caribeña de Nueva York, cada vez más alejada del público latino, se empeñaron en repetir que la salsa no existía, que no había nada nuevo. Pero el barrio seguía hablando en clave de salsa, y a la sombra de las Estrellas deFania, se abrían los setenta con la nueva receta lista. Estaba montada La Conspiración de la nueva escuela, y con Colón y Lavoe en los coros, en el 71 tiraban fuerte y claro:
Mira, ya se formó
en el barrio lindas ideas.
La juventud de este pueblo no está durmiendo,
debajo de la tierra se oye la voz…
Esta es la voz de la juventud,
en los Estados Unidos este llanto nunca se ha oído.
El camino estaba trazado. Ese mismo año aparecía en la escena un tal Frankie Ruiz, y con 13 años ya ponía las cosas claras:
La gente está preguntando qué es lo que traigo,
yo les respondo: salsa buena…
Y cómo les sorprendió esta salsa buena
al ver la rumba que tiene la Orquesta Nueva,
al ver la salsa que tiene, nené, la Orquesta Nueva.
La salsa estaba lista y, aunque los tenía, sólo con ingredientes cubanos no se alcanzaba ese mismo sabor.
Claro, ese sonido no es precisamente lejano, tiene ritmo de son y, en ocasiones, base de rumba. Pero entonces, vale la pena preguntar: ¿existe la salsa? Hace falta reflexionar los momentos y lugares que dieron rienda suelta a una música — y un baile— que le cantaba a lo caribeño, pero ahora al de la vida urbana. La salsa, como un ‘nuevo sonido‘, nace y se nutre de lo que la sociedad hizo de sí misma.
La cultura y, en consecuencia, los productos culturales, no soportan el análisis de la delimitación tajante que busca la etiqueta comercial. No era necesario encontrar un sonido que se preciara puro para decir que era nuevo. Así como primero fue el danzón, luego el son y después el mambo, la salsa también era una por sí misma, aunque todas se prestaran cosas entre sí y al mismo tiempo confluyeran en África.
Al principio los empresarios le pusieron un nombre acorde a su plan, pero el fenómeno al que llamaron salsa iba por su camino. Aunque don Andrés le puso a Simón nombre de gran varón, luego él «cambió la forma de caminar, usaba falda, lápiz labial y un carterón». En el barrio latino había limones y la nueva generación aprendió a hacer limonada.
Claro que existe la salsa, y se consolidó como género musical con nuevos sonidos, más complejos y desordenados en formato de trombones y ritmo completo, y como la nueva expresión de la narrativa de las mayorías latinas urbanas, que con Markolino y Canales reivindicaron: «¡Yo soy del barrio, mi socio!».