Un cabiosile pa’ Changó

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Nadie busca el oro porque la riqueza está en la libertad de agitar las caderas y los pies al ritmo de la noche.

«Con los santos no se juega», canta el jibarito mientras rompe saragüey. En otro canto alguien lanza un cabiosile pa’ Changó y arranca el mambo. En medio del sincretismo y los golpes del tambor se va configurando todo un universo de raíces africanas que trasciende entre conquistas y embarcaciones. En el comienzo de esta travesía llega a Cuba un lamento y un puñado de dioses que le entregan al hombre una esperanza; un grito de batalla para el esclavo que en el color de su piel lleva la marca del dolor y del tumbao.

Un barracón o una casa de familia conservan el eco de la tierra que reclama un rezo para brindar sosiego al que sufre, risa al que llora y movimiento al que espera. El negro sabe que también los dioses bailan y solo con la música se llega a ellos; sus caminos son diversos al igual que sus nombres y ciertas similitudes frente a la tradición cristiana. Bajo este esquema cada individuo acoge un Orisha y lo venera con esmero.

Fotografía: Edward Nazarko

Pasada la tormenta llega la calma y sobreviven las costumbres. La parca Europa no pudo sobreponerse al jolgorio lucumí, así como los sonidos del arpa y los violines no pudieron acallar el son que emanaban la clave y la tumbadora.
Bajo el ritmo Omelenkó nacieron los Orishas: el trueno de Changó, la belleza de Ochún, la fecundidad de Yemayá, el baile de Ogún y Ochosi, la pureza de Obatalá, la sabiduría de Orula y la protección de Eleguá. Quien adora su Orisha podrá reírse de sus enemigos, pedir por su bienestar y de aquellos a los que ama. De lo contrario vendrá el castigo. En esta relación divida y terrenal nadie se salva de la rumba y cualquiera no llega hasta la tumba.

Una mata que sin permiso no se puede tumbar.

En este viaje el tiempo siguió manando y todos escucharon el rumor de un pregonar que anunciaba la llegada del yerberito. La naturaleza adquiría un tono místico, de tal forma que los dioses proveían sus poderes curativos a través del monte y su flora. En este sentido, ciertos árboles y ciertas plantas adquirían cualidades divinas y estrechaban la conexión del hombre con los cuatro elementos naturales. Irocko fue ceiba pero también dios y regazo de los muertos; la siguaraya fue contenedora de los siete Orishas. El yerberito llegó:

Yerba santa pa’ la garganta,
caisimón pa’ la hinchazón,
abrecaminos pa’ su destino,
ruda pa’l que estornuda,
albahaca pa’ la gente flaca,
apasote para los brotes
y vetiver para el que no ve.

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Como una manera de expresar estéticamente una versión de la vida, la música trascendió los vínculos del ser afrocubano y su esencia yoruba. En cada ritmo la salsa iba encontrando su identidad para pasar del rezo al baile. Las voces de Celina González, Reutilio Domínguez y Miguelito Valdés encabezarían esta corriente de aguas mansas donde el sediento bebía la melodía que sanaba al corazón. A ellos se le sumarían Celia Cruz y Richie Ray, por mencionar solo unos cuantos.

Sabemos que la música latina se adentró en Ebbó y que los ritmos afroantillanos fueron fruto de este encuentro cultural; la amalgama perfecta donde el imaginario popular se abraza con el mito y donde Eleguá quiere tambó.

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