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Yambeque

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Por Santiago Hernández Lesmes

Diseño: @cristograph

Esa tarde mi papá me llevó a comprar el regalo de mi abuelo, a quien más tarde visitamos por su cumpleaños. Estábamos en una tienda atiborrada de discos de vinilo y uno que otro CD. Sonaba a todo volumen alguna canción de salsa, de esas que tanto les gustaba oír a mis papás y, precisamente, a mi abuelo. Yo iba con mis audífonos a todo volumen escuchando The trooper de Iron Maiden. Mi papá revisaba con cautela algunos de los vinilos que se encontraban en estanterías por las paredes y pasillos del lugar.

Un vendedor se acercó para ayudarnos a ubicar el disco que buscábamos. Le dije a mi papá que quería dar una vuelta por la tienda, a ver si encontraba algo para mí. Él me miró extrañado, seguramente porque mi música favorita la tenía en MP3 o porque no me imaginaba cargando con un vinilo de esos. Aún así, me dejó ir mientras el vendedor lo asesoraba. Pausé la música de Maiden, me quité los audífonos y recorrí el lugar.

Algunos discos me llamaban la atención, principalmente por el diseño de sus carátulas, sus colores o las ilustraciones que tenían. Ahora sonaba una de esas cumbias que escuchamos cuando fuimos a Cartagena, y entonces me pareció que estaba en una de esas playas caribeñas, disfrutando del sol. Sin embargo, cuando miré a la ventana, la lluvia caía incesante y el viento mecía los árboles, que parecían estar contoneándose con el sonido del tambor.

A mi lado apareció un tipo barbudo, se ubicó frente a una de las estanterías y empezó a pasar con rapidez de disco en disco, sacando algunos para apreciarlos mejor. Volteé la mirada sobre una caja que tenía cerca e intenté imitar el movimiento del hombre. Todos parecían muy sencillos, no me llamaban la atención. Seguí pasando los discos con cuidado y me topé con una carátula muy particular. Me detuve y, al igual que el hombre, saqué el disco para observarlo con más detalle.

Se trataba de un caballero medieval empuñando su espada y cabalgando sobre un caballo blanco, con el que atravesaba una bandera de líneas rojas horizontales. En la parte superior e inferior había tres estrellas respectivamente y en letras blancas se leía «Sonora Ponceña – Determination». Mi padre me tomó por los hombros.

—Vamos, Alejo. ¿Encontraste algo?
—No… nada —dije mientras me volteaba y sostenía el disco tras de mí.

Mi padre hizo una sonrisa cómplice y estiró su brazo. Con cuidado, saqué el disco de mis espaldas como un mago que revela su truco final. Él observó la carátula y sin separar su mirada del caballero me preguntó:

—¿Lo quieres?
—Bueno… parece una buena banda.

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Luego de partir una modesta torta de cumpleaños, mi abuelo abrió uno a uno los regalos que sus tres hijos le habían traído. Mi tía Lina le regaló un chaleco de los que tanto le gustaba usar, mi tía María una gorra con las que usualmente él tapaba su brillante calva y Mario, mi papá, le regaló aquel vinilo de Andrés Landero donde posaba una simpática mujer que usaba un vestido amarillo. Luego de medirse el chaleco y ponerse su gorra nueva, el viejo puso a sonar el álbum, que iniciaba con una canción dedicada a Valledupar, su tierra natal.

Canción tras canción, mi abuelo coreaba y bailoteaba por toda la casa, acompañado de sus hijos y yo, que me empezaba a aburrir luego de tanto acordeón y guacharaca. Estuve a punto de ponerme mis audífonos y escuchar alguna canción de Maiden, cuando mi papá sacó el vinilo del caballero medieval y me lo pasó para que lo colocara en el tornamesa. Quité el disco de Landero y mi papá me ayudó a colocar la aguja en el surco de la primera canción.

—Dale play —pidió el abuelo, expectante.
El ruido de la aguja recorriendo el vinilo sonó y unos segundos después, el sonido de unas trompetas, timbal y conga invadieron la casa.
—Pero esto no es rock.
—Por supuesto que no. ¡Esto es salsa, son y rumba!
Y de repente sonó un hipnótico «Yamba, yambeque. Mi rumba sí es africana».

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