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Changó o la fiesta de las Barbies

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Por Daniela Ceballos

Diseño: @cristograph

Domingo 10:00 a.m. Don Hernando, parsimonioso, barre su pedazo, acomoda la silla junto a una matera de tierra blanquecina por el cigarrillo, entra de nuevo a su casa y sale con el fondo de siseos y chasquidos que suenan en un bafle puesto al lado de la puerta. El siseo es como una lluvia lejana y el chasquido como madera que crepita al fuego. Aquel ruido premonitorio dura el tiempo que a él le toma llegar a la silla y se rompe en música cubana cuando ya se ha sentado. Así da inicio a su domingo y al de todos los de la cuadra.

Fue en uno de esos días, a la misma hora que en la casa mía. Juguetes desparramados de un costal minaban el antejardín y marcaban el camino hacia la esquina en la que Natalie y yo jugábamos a las Barbies. Nuestras muñecas eran millonarias, vivían en una mansión y estaban ofreciendo una fiesta.

Don Hernando acomoda el bafle en la puerta enviando un claro mensaje: «¡Lo que yo pongo lo escuchan todos!». Así fue y sigue siendo. Al más alto volumen los sones y las guarachas de mi vecino comenzaron a inundar nuestro callejón adueñándose de los antejardines, colándose bajo las puertas y por las ventanas abiertas, tocando todo a su alrededor; incluso a la fiesta de las Barbies. Sin opciones, Natalie y yo restringimos la imaginación a lo que solo su música pudo provocarnos.

Con la vida que nuestras manos podían darles, las Barbies bailaban y la pasaban bien. Guaracha tras son, son tras guaracha, las sacudíamos y a ellas se les subían los vestidos y se les caían los zapatos que teníamos que acomodarles una y otra vez. Eran rubias, rubísimas y se perdían aleteando el pelo: a la derecha guajira, a la izquierda guantanamera, o al revés: guantanamera, guajira guantanamera.

Después de toda una mañana sentenciadas a esa descarga musical, el final tenía que ser el de Natalie y yo atendiendo un llamado a almorzar, entrando cada una a su casa a preguntarle a la mamá de dónde son los cantantes, pero nos pusimos a jugar con santos y con santos no se juega. Ni con los míos, ni con los de ella…

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Se terminó una canción y empezó la siguiente. El bafle soltó un sonido silvestre de guitarras, maracas y tambores que sonaban como agua cayendo y maticas secas al viento, rasgado por una potente voz: «¡Santa Bárbara bendita, para ti surge mi lira!». Volví a agitar a mi pequeña rubia, pero esta vez la mano de Natalie se interpuso violentamente y «¡Que viva Changó! ¡Que viva Changó!», seguía la voz mientras mi muñequita daba vueltas en el suelo, fuera de mi dominio, poseída, quizás.

—¡Esa no la jugamos!— dijo con su voz chillona. —Esa canción es del diablo, Changó es el diablo.
Aquellas palabras invocaron a quién sabe qué ancestro porque «¡Virgen venerada y pura, Santa Bárbara bendita!».
—¡Es mentira!— contesté con un arrojo que no iba poder argumentar mejor que ella.
Changó era el diablo porque ella lo creía; Changó no era el diablo porque yo no. Volví a tomar la muñeca y la puse a bailar.
—Entonces me voy— amenazó.

Lo cumplió porque no me detuve, aunque en el fondo estaba deseando que se quedara. Cuando la canción acabó metí los juguetes al costal. «Asegura la cerca por si halan el bejuco», alcancé a escuchar en una voz ronca y ahogada por el humo del cigarrillo.

Desde eso Natalie no ha vuelto, aunque yo ya no la espero. Con el paso de los años nuestro barrio popular ha visto como ella baja el ruedo a sus faldas y camina repartiendo Atalayas, mientras yo a las mías se lo subo y voy por ahí buscando rumbas o rumbos, que para mí son lo mismo. De ambas se cuchichea y se comenta.

Algunas cosas cambian y otras permanecen: domingo 10:00 a.m. Don Hernando, parsimonioso, barre su pedazo, acomoda la silla junto a una matera de tierra blanquecina por el cigarrillo, entra de nuevo a su casa y sale con el fondo de siseos y chasquidos que suenan en un bafle puesto al lado de la puerta.

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